Oh, Enrique. No tengo una anécdota, un episodio que te pinte de cuerpo entero. Nos conocimos siendo ya machos viejos y fue un flechazo. Veníamos de trayectorias diferentes, y llevábamos muchos años viviendo circunstancias que poco y nada semejaban, vos en tu Paraná, con Luces, como me ha gustado llamarla, tus luces, tus hijos, tu gente, tu partido, y yo, formado en un pueblo como el tuyo, pero con tantas lunas viviendo no allí, en otras lenguas, con otras comidas, nos reconocimos amigos de modo tal que no fue necesaria la decisión de respetarse en la diversidad, porque el respeto apareció de pronto, como-si, ajeno a decisión alguna. Lo político, que nos hace, estuvo presente como no podía ser de otra manera, pero no cabe pensar en relaciones políticas, hechas de decisiones y, vos lo sabés, de temores, cálculos, arreglos y desarreglos, decepciones. Entre nosotros la palabra dicha era con sencillez la palabra que se quiso decir y se dijo, así sin más, para contarle al otro algo que habiéndonos interesado interesaría, seguro. Que habiéndonos alegrado, dolido, indignado, habiéndonos recordado algo o dicho algo nuevo bajo el sol, así sería para el amigo. Dormí en tu casa y la de Luces, guardado por los posters de campaña en los que tus correligionarios de medio siglo, y algunos más véteros que nosotros mismos, nos miran, con rostro adusto. Están para guardar el sueño de tus huéspedes. Me dio risa pero dormí bien en el panteón y luego nos reímos juntos de esta idea. Pateamos por Barcelona, comimos ese cocido que nos trae los aromas del puchero como si lo que le falta a uno y tiene el otro hiciera las veces de aire de familia por el que los hermanos se saben, pese al gran charco que les hace de distancia imaginaria. Habías venido a recoger el honroso premio a tu pasión republicana esa que también hace imaginaria toda distancia, porque “repúblicas” hay muchas, ahí tenés, no más, la de los ayatolas, pero la República, para nosotros, es sólo una, la que es republicana, la que soñamos, la que alguna vez, por aquí, por allá, por otro sitio, llegamos a rozar con nuestros dedos. La maltratada, la que vendrá.
La amistad se alimentó sobre todo de mails, más que de mesa compartida, teléfono o alguna movida sobre el terreno, cuando vos o yo dábamos el salto. No hay anécdotas porque cada mail lo fue. Yo sabía de tus intenciones, de tu decencia, de tu amor a la patria, de tu honor y tu surrealista sentido del humor, señor marqués de Paranáeira. He aprendido contigo, maestro, si lo olvidara que mi mano derecha se seque, y para que ni se asomase el riesgo, tengo tus mails, que incluyen tus artículos republicanos, tus chistes, tus comentarios a los míos, tus pequeñas confidencias off the record… Hay Hombres ¡ay! tan pocos, que jamás se doblan, pero un día se rompen devastando el paisaje en el que los demás conseguimos seguir. Demasiado rodeado estuviste de destrucción y destructores, demasiado escasos los leales. Siempre nos preguntaremos qué más hubimos podido hacer para apuntalar tu ánimo sitiado y que no te rompieras. Pero la Historia levanta y derriba torres y murallas, como a vos te levantó, más alto que la altura del vigía, y no supo, no pudo, no quiso luego dar el cuero. Tu patria, nuestra patria, se especializa en ello, crea y luego rompe y deja el campo sembrado de huérfanos, infecto de doblados.
No voy a abundar en anécdotas, la amistad no lo requiere, ella es, cada quién sabe si le ha sido presentada. Sólo decirte que con Ramiro y Santiago ¡con Luces! Con los escasos leales, pero leales, los que te veían a diario --ese privilegio--, y no conocen el modo de escribir un pedacito de sentimientos pero los inunda el placer de haberte conocido, el agradecimiento por tu hombría de bien, te saludo una vez más. Y no será la última, hermano de ideas y emociones. Me seguís haciendo falta. Y no digamos ya a la Argentina.
jaime naifleisch
La amistad se alimentó sobre todo de mails, más que de mesa compartida, teléfono o alguna movida sobre el terreno, cuando vos o yo dábamos el salto. No hay anécdotas porque cada mail lo fue. Yo sabía de tus intenciones, de tu decencia, de tu amor a la patria, de tu honor y tu surrealista sentido del humor, señor marqués de Paranáeira. He aprendido contigo, maestro, si lo olvidara que mi mano derecha se seque, y para que ni se asomase el riesgo, tengo tus mails, que incluyen tus artículos republicanos, tus chistes, tus comentarios a los míos, tus pequeñas confidencias off the record… Hay Hombres ¡ay! tan pocos, que jamás se doblan, pero un día se rompen devastando el paisaje en el que los demás conseguimos seguir. Demasiado rodeado estuviste de destrucción y destructores, demasiado escasos los leales. Siempre nos preguntaremos qué más hubimos podido hacer para apuntalar tu ánimo sitiado y que no te rompieras. Pero la Historia levanta y derriba torres y murallas, como a vos te levantó, más alto que la altura del vigía, y no supo, no pudo, no quiso luego dar el cuero. Tu patria, nuestra patria, se especializa en ello, crea y luego rompe y deja el campo sembrado de huérfanos, infecto de doblados.
No voy a abundar en anécdotas, la amistad no lo requiere, ella es, cada quién sabe si le ha sido presentada. Sólo decirte que con Ramiro y Santiago ¡con Luces! Con los escasos leales, pero leales, los que te veían a diario --ese privilegio--, y no conocen el modo de escribir un pedacito de sentimientos pero los inunda el placer de haberte conocido, el agradecimiento por tu hombría de bien, te saludo una vez más. Y no será la última, hermano de ideas y emociones. Me seguís haciendo falta. Y no digamos ya a la Argentina.
jaime naifleisch
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